Sin dudas es bien extraña, aunque no sorprendente, la actitud que el flamante presidente de nuestro país, Gabriel Boric, ha tomado respecto de la propuesta de Constitución emanada de la pasada Convención Constitucional. Por supuesto, la altura de los tiempos, como diría el filósofo español Ortega y Gasset, ya son otros. Habiendo fracasado estrepitosamente la aceptación de la propuesta, muchos personeros de izquierda, deliberadamente, minusvaloraron a la opinión pública expresada en el plebiscito ninguneando los argumentos y razones esbozadas por el pueblo. No obstante aquello, Boric tomó cierta distancia esgrimiendo que el cambio constitucional debía darse de todas maneras, analizando las diversas alternativas que tenía, con un Congreso y una derecha renuentes a exigirle rendición de cuentas de lo que hace o deja de hacer. En todo caso, lo que parece anormal no es la actitud del presidente al respecto, sino la similitud literaria con otro abandono muy famoso.
En su momento, la escritora Mary Shelley (1797-1851), hija de dos grandes filósofos británicos y sindicada como una de las inauguradoras del estilo de ciencia ficción (aunque ello es discutible) también nos escribió y dejó para la posteridad el recuerdo de un olvido, un abandono. En su novela gótica Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) esta mujer nos relata la historia del Dr. Víctor Frankenstein, estudiante de medicina en Ingolstadt, ciudad de Baviera, que estaba obsesionado, bajo el efecto de un complejo divino, por conocer los secretos de todo lo creado. En su afán, el ser humano no escapaba a su radar y la naturaleza u ontología del alma del hombre, tampoco. Por lo mismo, Víctor crea un cuerpo a partir de la unión de distintas partes de cadáveres diseccionados que recoge de diversos lugares. Las artes del doctor son tales que la criatura de 2,44 metros de altura toma vida, aunque no se menciona que haya sido animada mediante electricidad (como popularmente se cree que fue). Sin embargo, inmediatamente arrepentido, Frankenstein se cuida de no dar detalles de sus experimentos, a fin de que nadie repita tal abominación, cuyo nombre como tal desconocemos a lo largo de toda la obra. Comprendiendo lo que ha hecho, rechaza, temeroso, su obra esperpéntica y huye de su laboratorio. Tras calmarse, vuelve, pero el monstruo ha desaparecido y cree, ingenuamente, que todo ha terminado. Pero la sombra de su pecado, quiera o no, le persigue: el monstruo, tras huir del laboratorio, siente el rechazo de la humanidad y esta situación le despierta odio y sed de venganza, mientras vive en los bosques suizos lamentándose de su existencia. Tras enterarse del asesinato de su hermano menor, William, Víctor regresa, luego de un período de pausa, a Ginebra, solo para enterarse que detrás del crimen mencionado está la rabia desalmada de la criatura que él ha creado. La culpa crece en su atormentada alma y se hace mayor cuando permite que una sirvienta de la familia sea condenada a muerte y ejecutada, sospechosa del crimen.
El Dr. Frankenstein ha vivido en sobresaltos y penas, por lo que decide retirarse a las montañas por un tiempo. No obstante una calma inicial, en ese lugar vuelve a encontrarse con el monstruo. En el diálogo forzoso que mantienen obra y creador, el monstruo le cuenta cómo aprendió a hablar espiando secretamente a una familia a la que ofrecía pequeños regalos en forma anónima, esperando le recibieran bien, eventualmente, en el futuro. Lamentablemente, la familia le rechaza al descubrir su aspecto físico, reacción que se repetía con cada encuentro humano. Entonces, luego de figurarle un cuadro excesivamente romántico a Víctor, la criatura promete no volver a molestarle, pero, a cambio, le pide crear una compañera para él. En un inicio, el doctor accede a la petición. En una isla de Escocia establece su nuevo laboratorio y allí comienza de nuevo a experimentar, pero sus remordimientos son tan fuertes que, al final, decide destruir la segunda creación antes de llegar a darle vida. De este modo, el monstruo, que sigue de cerca los trabajos del doctor, jura vengarse. Esta venganza se traducirá en el asesinato de su mejor amigo y después, con el asesinato de Elizabeth, la prometida de Víctor, en la noche de bodas de ambos. A causa de todas estas muertes a su familia, el padre del doctor, Alphonse, se suicida.
Por consiguiente, y tras armarse de valor, el doctor decide terminar con su creación y persigue a la criatura hasta el fin del mundo. Víctor, en su empresa, sin embargo, termina por desfallecer a causa del clima y el agotamiento que le implica la persecución nunca exitosa, y un barco le recoge entre los hielos del Ártico. Poco después muere, no sin antes contar su triste historia al capitán. La novela termina con la criatura, sobrecogida por la culpa, abordando el barco en secreto, para llevarse el cuerpo de su creador, y prometiendo al capitán que pondrá fin a su vida.
Tras esta exposición, no veo dificultades notables en asimilar la historia de Boric y su relación con la Constitución como aquella del Dr. Frankenstein con su creatura. Fascinado consigo mismo y su capacidad, entregó todos sus esfuerzos y encomio a la aceptación de la “creatura”. Un año entero en campaña, sin escatimar esfuerzos en “darle vida” a este monstruo el que, al igual que en la historia, buscó por todos los medios “ser comprendida”, para finalmente convertirse en un esperpento horrendo y rechazado. El doctor Boric, al darse cuenta de que su criatura no era de este mundo, simplemente también la rechaza, escapa de ella, le hace caso omiso. Desde el momento que siente que ya no le sirve, simplemente se desapega de ella. Con todo, el presidente aún no toma en cuenta sus debilidades, todavía no se abre al cuestionamiento de su propio proceder. En contrario a Víctor, no se ha dado el trabajo de entenderse a sí mismo, de expiar sus culpas. A raíz de ello, la propuesta constitucional no debería dejarlo en paz. La oposición no puede dejar de recordarle su papel: él estuvo ahí cuando se planeó su concepción, firmó su contribución y, más temprano que tarde, si se dan los acontecimientos, pasará a la historia como el presidente que falló, aquel que, dándole vida al monstruo, quiso emular a Dios y no pudo. Y, entonces, Boric perseguirá, tal como el doctor a su “moderno Prometeo”, para darle sepultura, porque será siempre símbolo inequívoco de su fracaso.
En conclusión, no hay que dejar que el presidente lo olvide. La derecha no puede renunciar a la oportunidad. El doctor Boric debe consumirse en su culpa. Es menester, en definitiva, que así sea. De otro modo, puede que no solo se lleve, al final, el cuerpo de su creador, sino a todos los que, lamentablemente, dependemos de él.