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El verdadero padre del liberalismo

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Hace tiempo los liberales clásicos venimos oyendo los mismos reclamos y las mismas críticas infundadas: que el liberalismo propondría una suerte de libertinaje contumaz, ajeno a las mínimas reglas de sociabilidad y que, con ello, empujaría a la atomización de un sujeto sin raíces en la sociedad, ni mucho menos en la realidad, la cual trataría de subvertir quebrando su orden natural y las jerarquías que le son propias. Y, por supuesto, la caracterización que los mismos que se dicen liberales hacen de su historia tampoco ayuda. Están los que, creyéndose liberales, quieren hacer una cartografía del mismo, solo para adoptar posturas de izquierda con ropaje liberal, o los que, no comprendiendo del todo lo que ha pasado, creen beber de la Revolución Francesa sus ínfulas espirituales rebeldes. Hay de todo en la viña del Señor, dicen. Con todo, las propuestas de estos liberales están equivocadas desde el principio y más que confrontar el error que otros espetan, le dan pábulo. Quizá parte de esta situación se deba a que no se conoce en serio la historia del liberalismo, partiendo con quien, pretendidamente, sea su padre. Se postula que el progenitor del liberalismo político sería el filósofo inglés calvinista, John Locke. No habría error más garrafal.

En lo que sigue, pretendo describir y analizar tres relecciones que realizara el fraile dominico español Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca, que vestirá al liberalismo con ropas muy distintas a las que suele lucir. En las tempranas críticas a la Conquista española en América y en las remembranzas críticas de las doctrinas aristotélicas y tomistas, encontraremos las ideas básicas y fundamentales del liberalismo, logrando con ello alejarle de la caricatura burda que la izquierda, los conservadores y nacionalistas han construido sobre el mismo.

   La primera de sus relecciones, pronunciada ante profesores y alumnos de la Universidad de Salamanca en 1528, se titula De potestate civili. En esta conferencia, el teólogo –que no se resta de tema alguno, advierte desde el comienzo- expondrá sobre el origen y el fin del poder político y lo hará sirviéndose de la doctrina aristotélica de las cuatro causas para justificar la potestad de quien gobierna. Siguiendo este objetivo, también acudirá a la antropología filosófica del filósofo griego, llegando a establecer el carácter eminentemente natural de la sociedad civil y la necesidad de un poder político que le otorgue unidad y coordinación a los lazos sociales que le dan basamento. Como buen “peripatético”, la primera causa que Vitoria tomará en consideración es la causa final. El dominico parte, entonces, de una visión teleológica del universo, de la intrínseca finalidad de lo creado. La Creación ha visto la luz con un fin determinado. Si el fin da razón de la necesidad de los entes creados y de su esencia, hay que partir del análisis de las propiedades del hombre para establecer el carácter natural o artificial de la vida en sociedad. En comparación con los animales, prosigue, tal como dice Aristóteles, que fueron dotados de medios de defensa para poder sobrevivir, el hombre aparece como un ser necesitado, menesteroso, que requiere de la ayuda de los demás para subsistir. Y esto, que puede verse como un argumento que solo apoya las necesidades materiales que requerimos de los otros, ligadas a la supervivencia física, es más bien una afirmación de que el hombre, en realidad, necesita de la ayuda mutua también para desarrollar sus capacidades intelectuales y morales, las cuales podríamos definir, aristotélicamente, como las facultades propias del alma: la inteligencia y voluntad. Así, la conclusión vitoriana es clara: el hombre naturalmente se haya inclinado a dar origen a la organización social y política, por lo que esta no sería una invención antojadiza de los hombres, sino un producto de su naturaleza intrínseca. El Estado surgiría de esa exigencia básica de sociabilidad que es la necesidad natural del hombre de agruparse para cumplir sus propios fines naturales. De esto brota la justificación de todos los grados y dimensiones de lo social, pero, especialmente, de la comunidad política. Organizarse políticamente viene a convertirse en la forma más natural al hombre.

Tras estas disquisiciones, el maestro dominico se preguntará ya no por el fin, sino por el origen concreto del poder político. El teólogo partirá de la afirmación paulina de que no existe poder que no emane de Dios. La consecuencia evidente de esto es que todo poder público o privado que administre y otorgue coherencia a la organización política, sea una república o una monarquía, no solo es justo y legítimo, sino que tiene a Dios por autor, por lo que no puede ser suprimido por la simple determinación del consenso humano. Esta vía de razonamiento le lleva a concluir que, al igual que la sociedad pertenece al derecho natural, la autoridad de la misma surge como consecuencia de ese mismo derecho natural. Entiéndase que, si la sociedad es necesaria para la perfección de la vida humana, pero esta sociedad no puede conservarse sin un poder público que permita su permanencia en el tiempo, entonces es igualmente necesario y natural la exigencia de que exista una pública potestad que esté depositada en los que administran ese poder. ¿Por qué una sociedad, eventualmente, no podría conservarse sin el poder público? Pues, porque un cuerpo no puede sostenerse sin cabeza: sin ella, no hay cuerpo que se gobierne a sí mismo. Partiendo del reconocimiento de esa necesidad de conservar la integridad social y la armonía entre los miembros de la comunidad, y la ayuda que se debe prestar al perfeccionamiento moral de los hombres a través de la sociedad, es que Vitoria presentará, finalmente, las causas eficiente, material y formal del poder político. La causa eficiente será, evidentemente, el agente de todo: Dios; la causa material en la que dicho poder reside es por derecho natural y divino la misma organización política, a la que compete gobernarse a sí misma, administrar y dirigir al bien común a todos sus miembros y; finalmente, la causa formal del poder político, o, lo que viene a ser lo mismo, su definición: la facultad, autoridad o derecho de gobernar la comunidad política.

Ahora, ¿de qué manera se determina la forma concreta del ejercicio del poder que debe adquirir cada sociedad? Según Francisco de Vitoria, la autoridad, primeramente, es conferida por Dios directamente a la comunidad. Pero, tal autoridad, pasa, mediante la intervención de las voluntades humanas, a los gobernantes. La naturaleza jurídica de este acto se presenta como una donación de autoridad por parte de la comunidad a los reyes. Se trata de una facultad por la que la comunidad es sujeto receptor —como un bien propio recibido de Dios— a la vez que transmisor, a la persona del gobernante, transmisión que se efectúa mediante un acto voluntario. Esta concesión es la expresión de un consenso comunitario, que manifiesta el carácter contractual de dicho acto, pero, nótese, no de la naturaleza intrínseca de la sociedad, sino solo de la donación de autoridad política. Es decir, estos pasajes del dominico no se encontrarían en franca contradicción con la noción de que la sociedad o comunidad política tiene su origen en un proceso natural, sino que reflejarían el principio de la soberanía popular en ciernes, idea que tomarán más tarde en términos más propicios para los procesos revolucionarios futuros, Francisco Suarez o Juan de Mariana. La autoridad recibida por Dios es traspasada, entonces, a los gobernantes mediante un común acuerdo de los miembros de la comunidad política, lo que incluye, por supuesto, la sujeción voluntaria a la autoridad constituida. Del carácter voluntario del consenso se desprende la existencia de distintas formas de gobierno. Pertenece a la naturaleza de las cosas la existencia de un poder que otorgue existencia a la sociedad, pero la forma concreta que adopte esta autoridad no está ya determinada por la naturaleza, sino por la ley humana. En definitiva, la problemática política y su estudio se reduce al análisis de las diversas formas de gobierno que adoptan las sociedades. Siguiendo la veta griega, el dominico sostiene que tal consenso sobre la forma de gobierno no ha de ser, ni puede ser unánime: basta el consenso mayoritario, pues es impensable que todos puedan estar perfectamente de acuerdo. En ese sentido, Vitoria descartaría por completo la unanimidad democrática participativa o nociones modernas como la construcción de un orden que se acomode a todos. Si bien Vitoria manifestará expresas preferencias por la forma monárquica de gobierno, sentará todos los postulados teóricos para admitir otras formas de gobierno de manera válida, sustentadas en la soberanía popular; aunque, al admitir este elemento contractual en el origen del poder político, hay que entender que Vitoria se aleja, de todos modos, del contractualismo absoluto estilo Hobbes o Rousseau, pues ellos consideran que la comunidad era un producto exclusivo del contrato social. En cambio, el español, establece, en definitiva, una relación armónica entre el derecho natural de origen divino que inclina al hombre hacia la ligazón social, con determinadas estructuras que el hombre no puede cambiar, y el derecho positivo que especificará la configuración que tomará la forma de gobierno. Tempranamente Vitoria dejará en claro, por consiguiente, los límites del poder legítimo: las leyes obligan al mismo gobierno y determina, en parte, su configuración, por lo que su líder debe propender al bien común, lo que incluye respetar los derechos naturales de los individuos. Esto quedará aún más claro, si se quiere, en una de sus relecciones más polémicas: De Indis (1539).

Esta obra y aquella sobre el derecho a hacer la guerra (De iure belli, 1539) son relecciones breves, pero muy profundas, en las cuales queda clara la impronta liberal del dominico. Vitoria se preguntará en ellas si los indios eran verdaderos dueños de sus tierras a la llegada de los españoles, luego, analizará siete títulos esgrimidos por los ibéricos que justificarían la ocupación de América, y; finalmente, en la última parte presenta siete títulos que, según él, legitiman el dominio de la Corona sobre las Indias, añadiendo un octavo título que lo da solo como probable. Los argumentos que maneja son de tal fuerza y novedad que adelanta en mucho a las disquisiciones que el holandés Hugo Grocio hará del derecho internacional moderno, poniendo en cuestionamiento a la teocracia medieval y convirtiéndolo, era que no, en el padre, también, del derecho internacional. Pero, más importante aún, lo transformarán en uno de los primeros en señalar que el poder real no estaría solo limitado por el fin último por el cual se erige la sociedad, sino también por los derechos naturales del hombre.

En específico, el maestro burgalés distingue entre dos tipos de dominio, el público y el privado. El primero se refiere al señorío político, el segundo a la posesión de bienes externos. En concreto, Vitoria centra la cuestión que desea examinar en si los bárbaros, antes de la llegada de los españoles, eran verdaderos dueños, pública y/o privadamente. Así, va a establecer que las tres causas de los que alegan que los indios no son verdaderos dueños son: (1) los pecados de los indios impiden el dominio, (2) la infidelidad de los mismos también, y (3) porque son “amentes o idiotas”. Todo esto justificaría el considerar que los indígenas no eran dueños de sus tierras y, por lo mismo, sería legítimo que los españoles se hicieran dueños y reclamaran posesión sobre esos bienes y conquistaran el lugar. En cambio, el teólogo sostendrá que los indios son efectivos dueños de sus bienes, pues el dominio se fundaría en que somos creados a la imagen de Dios. El ser Imago Dei le viene al hombre, especialmente, por su naturaleza racional. Es una cuestión de orden natural. En virtud de sus potencias racionales es que el hombre tiene dominio sobre sus actos y sobre las cosas. La capacidad de dominio del hombre, reconocida por vía del derecho de propiedad en el ius naturale, encuentra su fuente práctica en la capacidad de autodominio y, en consecuencia, ningún pecado, por muy grave que sea, impide al hombre ser dueño de sus bienes. El indio americano, como cualquier otra persona, es, por derecho propio, un sujeto que se posee a sí mismo, y ese poseerse, le permite el ejercicio legítimo del dominio público y/o privado, independiente de lo que diga la corona española o el papado.

Ahora, si el pecado mortal no impide el dominio, como puede verse, tampoco lo impedirá la infidelidad. Aquí es donde el mismo maestro salamanquino adelantará su defensa del derecho de propiedad, pues despojar de sus bienes a sarracenos, judíos o cualquier otro tipo de infieles, por razón de su mera infidelidad, es hurto o rapiña, además de considerar que, ya caídos del Edén, la propiedad privada sería la mejor forma de administrar los bienes que Dios nos ha otorgado.

Con todo, ¿qué pasa si los indígenas fueran dementes o idiotas? Para este crítico de Santo Tomás de Aquino, hay que distinguir, primero, entre ser sujeto de derechos y, por otro lado, el uso y administración de los bienes sobre los que se tiene dominio. El hecho de que el uso de los bienes se encuentre impedido accidentalmente, por ejemplo, en el caso de los niños que aún no llegan al uso de razón y que se reconoce son incapaces de administración, no es argumento para negar la radical dignidad e igualdad de todos los hombres, en cuanto que todos son imagen de Dios. Por otro lado, Vitoria considerará que los indios americanos no son dementes o enfermos, afirmando que ejercen la razón a su modo y ello es manifiesto, porque, de alguna manera, tienen instituciones que siguen ciertos lineamientos y orden. Quizá no es el mejor orden, pero es coherente y lógico, según su cultura. Tienen, en efecto, ciudades, que requieren orden, y tienen instituidos matrimonios, magistrados, señores, leyes, artesanos, mercados, todo lo cual requiere uso de razón. Además, tienen una especie de religión, y no yerran en las cosas que para los demás son evidentes, lo que es un indicio de uso de razón. El no compartir su lógica no implica que haya ausencia total de razón detrás de lo que hacen o piensan.

Ya cuando el monje dominico empieza a revisar los falsos títulos esgrimidos por los españoles para justificar la ocupación de las Indias, considerará que ni el supuesto dominio universal del Emperador ni el dominio universal temporal del Papa son títulos jurídicos válidos para legitimar la ocupación en América. El atrevimiento es total. Según el maestro, todos los hombres son libres e iguales en derecho por naturaleza, en tanto creaturas divinas. Como habíamos planteado anteriormente, al momento de instituir los poderes públicos, además de la inclinación naturalmente social del hombre, intervienen las voluntades humanas de los hombres libres y el derecho positivo al momento de decidir, en específico, el modo en cómo se organizará el ejercicio del poder. Si no se ha decidido de este modo, ¿quién le ha otorgado el dominio al Emperador sobre todo el universo? Asimismo, al analizar el segundo título no legítimo -el supuesto dominio universal del Papa-, también se planteará Francisco dudas parecidas, pues el Papa no es señor civil o detentador del poder temporal de todo el orbe y, si lo fuera, tampoco podría trasmitirlo a los príncipes seculares. El Sumo Pontífice, en realidad, tiene potestad temporal solo en las cosas espirituales, esto es, en cuanto sea necesario para administrar esos asuntos, pero no sobre los bárbaros más allá del mar. El Papa tendría potestad espiritual como Vicario de Cristo sobre todos los fieles, pero no un poder temporal universal que incluya a los infieles. Si tal poder no consta ni por derecho natural ni por derecho positivo, solo puede estar presente en normas del derecho divino. Pero dicha prerrogativa no es habida, luego, no existe como fundamento para la donación papal ni para justificar su control sobre las tierras indígenas. Los indios son, en definitiva, verdaderos señores de sus tierras, pública y privadamente, dominio que es resguardado, en efecto, por el derecho natural.

Por último, uno de los títulos más frecuentemente esgrimidos para justificar el dominio castellano en las Indias, y sobre el cual se extenderá en De iure belli (1539) es el de la obligación que tienen los indios de recibir la fe cristiana. Si estos se negaran a recibirla, se esgrime, sería válido hacerles la guerra. La armoniosa articulación de todos los órdenes jurídicos, entre el derecho divino, natural y positivo, llevará al maestro a establecer la necesidad de evitar la coacción en materias de fe, pues, en primer lugar, los bárbaros, antes de tener noticia alguna de la fe de Cristo, no cometían pecado de infidelidad por no creer en Él. La ignorancia no es un pecado en absoluto. Incluso, en el caso de los indios, a quienes aún no se les ha predicado el Evangelio, su ignorancia es invencible y por tanto su infidelidad no es pecaminosa. Más encima, tampoco los bárbaros están obligados a creer en la fe de Cristo al primer anuncio que se les haga de ella, de modo que no pecan realmente no creyendo inmediatamente en Dios. Adelantando lógicas orteguianas, nos dirá que aceptar las verdades de fe exige señales que las hagan creíbles: el simple anuncio no basta. Si la primera predicación del Evangelio ha sido realizada y los indios no la abrazan en ese instante, esto no es motivo para que los españoles declaren la guerra, pues no han sufrido ninguna injuria u ofensa por parte de los indios por no hacerlo. A lo más, tendrían la obligación, bajo pena de pecado mortal, de escuchar pacíficamente a los predicadores de la religión. En caso de violencia contra los misioneros, se puede reaccionar en consecuencia. No obstante, de no mediar una situación como la descrita, no ha lugar a la violencia. Véase que Vitoria fomenta el diálogo fraterno entre las distintas visiones religiosas, celebrando la libertad de religión y el encuentro entre ellas. Nada más liberal, por cierto.

Al final, el profesor de Salamanca sostendrá que los indios deberían aceptar la fe de Cristo solo si quienes la predican lo hacen con argumentos probables y racionales, y si son un ejemplo de una vida digna y cuidadosa en conformidad con la ley natural y divina, es decir, modelos de una vida piadosa. En consonancia con sus advertencias, el dominico duda que la fe cristiana les fuera propuesta de esa manera a los indios, pues han llegado noticias, afirma, de crueles delitos y predicadoras y fechorías que no se corresponden con quien actúa bajo la influencia de la fe cristiana. Una predicación tan deficiente no es motivo suficiente para establecer la obligación de creer bajo pecado e incluso así, no por ser manifestada en los términos correctos pecan los indígenas al no creer. La creencia debe ser libre para ser verdadera y es un don de Dios. La violencia como herramienta para imponer la fe es contraria al Evangelio e inaceptable, según el derecho natural. Por lo tanto, y tal como anunciábamos, el teólogo concebirá la libertad religiosa como una suerte de inmunidad frente a la coacción para la aceptación de una determinada fe. Se tratará de una libertad jurídica asociada a un hecho de conciencia, que señala límites al Estado, al rey y al Papa, a toda autoridad, en definitiva.

Para terminar, los únicos títulos por los cuales considerará que España tiene el derecho de ocupar o intervenir en América, estarán asociados al hecho indiscutible de que el mundo es un todo que permite el ejercicio de la sociabilidad natural. En específico, la existencia de una comunidad de naciones es un hecho de la causa, la cual debe tender, al igual que todo gobierno, al bien común universal (Totus Orbis). Incluso, habría una obligación moral de intervenir por razones humanitarias donde se instalé la injusticia y la tiranía en el mundo. Así, uno de los primeros títulos por los cuales Castilla podría justamente intervenir en América es el derecho natural a la comunicación con otros. En tanto que indios y españoles forman parte de la misma humanidad, los segundos pueden establecerse en América bajo la condición de no lesionar ningún derecho de los bárbaros. Si los indios se opusieran al derecho natural de comunicación, los aborígenes estarían cometiendo una injusticia y, por lo mismo, justificando una acción violenta por parte de España en la defensa de su derecho natural. Asimismo, toda nación tiene derecho a navegar en libertad y comerciar con otros, el derecho a la igualdad de trato y a la reciprocidad entre las naciones, así como los indígenas tendrían derecho de optar por una nacionalidad, eligiendo, eventualmente, de forma voluntaria, la soberanía española. Por otro lado, se sumaría a ello el derecho a establecer alianzas —como, de hecho, estableció Hernán Cortés con los tlaxaltecas contra los aztecas—, y el derecho de predicar el Evangelio. Además, se entendería justificada la intervención contra la tiranía de los mismos bárbaros o las leyes tiránicas que afectan a los inocentes, como las que ordenan el sacrificio de hombres por ritos religiosos inocentes o la antropofagia. Por encima de las leyes positivas de una nación están las leyes de la humanidad, que se encuadran en el ámbito del derecho natural y divino. Entonces, los españoles podían intervenir, en nombre de la comunidad internacional, para defender a los inocentes de una muerte injusta, lo cual debe cesar cuando se ponga fin a las injusticias que la ocasionaron.

Tras lo analizado, a todas luces el monje dominico es más que simplemente un crítico de un episodio histórico particular. Es el precursor definitivo de las lógicas liberales, con más de 130 años de antelación a la publicación del Ensayo sobre el Gobierno Civil (1660) de John Locke. En sus relecciones, el fraile establece con claridad que el poder se encuentra limitado, tanto por el fin ulterior por el cual se configura la sociedad, así como por los derechos naturales que han de ser reconocidos a los individuos, y no solo a los súbditos, sino a toda la humanidad. Asimismo, reconoce tempranamente la capacidad racional (aunque no absoluta, por supuesto) de los seres humanos para participar en igualdad de condiciones en el régimen político, recalcando la importancia de la soberanía popular, antecediendo en mucho a las posturas más radicales de los jesuitas, y alejándose de ese constructivismo político que se instaura con Hobbes y que llega a sus peores consecuencias con Rousseau y que modernamente defienden los acólitos de Rawls. Además, reconocerá como derechos incuestionables el de la propiedad, la libertad de religión y de comercio, así como el derecho a la paz, nuevamente anticipando por mucho a las propuestas internacionalistas de Kant, arguyendo tempranamente que las naciones deben intervenir por razones humanitarias allí donde la tiranía se encuentre.

En conclusión, es fácil concebir que Vitoria nos ilustra correctamente sobre el verdadero origen del liberalismo clásico y su asociación inequívoca con lógicas cristianas, pero, no tan solo en ello, sino también el lugar que corresponde al liberalismo estando inmerso en una cosmovisión cristiana, lo cual ya es mucho decir, en tanto la aleja de esas visiones conservadoras y nacionalistas que la califican rápidamente como una ideología moderna destructora del ancien régime, hermanándola con posturas de izquierda y endilgándole las culpas de la existencia de estos individuos atomizados que soportamos a duras penas en nuestra época contemporánea. Esta realidad conceptual que describo, además, nos ayudaría, eventualmente, a crear las redes que se necesitan para una propuesta política seria de derecha que una a conservadores y nacionalistas con los liberales. Por todo esto y más, afirmo, con toda seguridad, que Francisco de Vitoria, fraile español dominico, profesor de la Universidad de Salamanca, es y siempre ha sido, el verdadero padre del liberalismo.

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Filósofo y Profesor. Máster en Política y Gobierno. Autor del libro “Girar a la derecha. Lineamientos para una reacción del sector” (2021). Miembro de Revista Individuo.

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