Desde hace aproximadamente una década el control social en Chile está venido a menos. Los arrebatados y procaces hacen lo que se les viene en gana sin padecer ningún costo por sus transgresiones a la civilidad y a la decencia. Ni siquiera son penalizados aquellos que en el espacio público perpetran delitos que están tipificados por la ley. Permisividad, impunidad, indultos. Tal es la tónica del último tiempo. Es como si hubiera licencia para delinquir.
No es necesario ser un agudo observador para constatar que las ciudades dejaron de ser tales y que se transmutaron en urbes sin urbanidad. Un número creciente de sus habitantes pisotean las reglas básicas del comportamiento civilizado. No pocos ciudadanos han devenido en bárbaros urbanos, esto es, en personas zafias, inciviles, soeces. Ello quedó en evidencia en los días posteriores al Estallido Social. En esas semanas emergieron desde el interior de las urbes hordas de bárbaros. Una de ellas se hizo célebre por su afán destructivo: los vándalos. No en vano durante esas semanas se usó profusamente el verbo vandalizar.
Pero también hay otros tipos de bárbaros. Están los de oficina y los de salón; ambos relinchan de manera estrepitosa (fatigando tímpanos y cristales) en reuniones y restaurantes. Con toda razón decía el poeta Ovidio que los bárbaros no ríen ni sonríen, simplemente carcajean, porque aún no han llegado a la sutileza de la sonrisa. Asimismo, está el energúmeno motorizado que es aquel bárbaro que no tiene ningún respeto por el descanso nocturno del prójimo, es el que se complace en ultrajar el silencio de los espacios íntimos con su vehículo a escape libre. También está el bárbaro que no le basta rayar los espacios públicos, sino que además orina y hasta defeca en ellos, degradando así plazas, plazuelas y plazoletas que fueron diseñadas, sin desatender a criterios estéticos, por arquitectos y urbanistas.
El nuevo bárbaro no tiene domicilio socioeconómico, está por doquier, irrumpe desde el interior de cualquier estrato social, desde el más alto al más bajo y viceversa. Coloquialmente recibe varias denominaciones: orco, flaite, bochinchero, narco, gamberro, «loletario», nihilista, etcétera. A nivel mediático, él es el protagonista (anónimo y multitudinario) de los grandes acontecimientos políticos del último tiempo.
¿Una conjetura disparatada?
Hechos como los referidos incitan a preguntarse qué sucedería si los gamberros —o, si usted prefiere, el tropel del caos, las cuadrillas de la devastación o, simplemente, los magos de la extorsión— devienen en los machos alfas de la «sociedad». La misma conjetura expresada en un lenguaje políticamente correcto quedaría así: ¿qué pasaría si los «excluidos» —con y sin comillas— adquieren características de grupo dominante?
Aquellos que distinguen entre poder y dominación, siguiendo a Max Weber, dirán que la conjetura carece de validez empírica porque en la actualidad no existe ninguna forma de dominación, sino que tan sólo relaciones de poder. Si esa fuera la objeción, ella sería correcta. Entonces habría que preguntarse qué ocurriría si los oprimidos se convierten de facto en un grupo de poder incontrarrestable.
La interrogante tiene visos de disparate. Por cierto, quienes tienen el poder de alterar casi cotidianamente el funcionamiento «normal» de las urbes serían los oprimidos y quienes padecen los malestares serían los opresores. Es el mundo al revés. Pero los imperativos de la corrección política con su capacidad para trastornar el sentido común y para obnubilar el entendimiento impiden plantear la conjetura de otro modo.
Con todo, una de las dificultades para responder la pregunta (en el caso concreto de Chile) estriba en el hecho de que hoy no está absolutamente claro cuál es el poder preponderante. No sabemos si es el político, el social o el económico. Pese a lo indicado, no se puede desconocer que existen algunos indicios para sospechar que el poder reinante es el social por las razones que más adelante esbozaré. Lo que sí sabemos con certeza es que la alianza entre esos tres poderes (o la superposición entre ellos) hoy no es del todo evidente.
Depreciación del poder político
También está claro que el poder político —que en teoría es quien supra ordena a todos los demás poderes— hoy es el más débil de los tres. Si es así, él ya no sería indiscutiblemente el poder soberano. Se podrá contraargumentar que durante la pandemia el Estado —o sea el poder político— recuperó su soberanía e hizo entrar en vereda al poder social. En parte fue así. Pero sólo en parte, porque muchos de los que optaron por no salir de sus casas lo hicieron más por miedo al virus que por temor a la sanción estatal. Además, como se recordará, quienes andaban en la calle sin mascarilla solían ser más frecuentemente increpados por otros transeúntes —es decir, por partículas del poder social— que por los agentes del Estado. El miedo al virus sigue siendo todavía tan grande que hasta el día de hoy suelen verse personas usando mascarillas en las calles. Incluso de vez en cuando en los restaurantes algunos clientes proceden ellos mismos a limpiar con las botellitas de alcohol que portan las mesas que usarán. Como se ve, el orden que imperó durante la pandemia no es en modo alguno sólo imputable a las virtudes del poder político.
El poder social es, actualmente, el único que está sometido a su propia voluntad, no hay nada por sobre él y, en tal sentido, bien podría decirse que es soberano. Es arbitrario, caprichoso e impredecible. El poder político no logra controlarlo, menos aún ordenarlo. El poder económico, por su parte, lo elude, no quiere enfrentarlo. Hoy en día el poder social no está sometido a ninguna ley. En cambio, el poder político está encorsetado por el Estado de Derecho y maniatado por el discurso de los Derechos Humanos. De soberano ya no le queda casi nada. El poder económico está sometido a sus propias leyes: las del mercado. Ambos están sometidos a algún tipo de reglas, no así el poder social. Se dirá que tras este último subyace una racionalidad económica y que estaría sometido a ella; pero no es así porque también las emprende en contra de aquello que lo puede beneficiar económicamente.
Supremacía del poder social
En Chile, actualmente, el poder incontrarrestable es el social. Los gobernantes lo temen, el clero lo teme, la academia lo teme, la prensa lo teme. Su manera más inocua de expresarse es a través de los sondeos de opinión; los gobiernos y las empresas están atentos a los números de las encuestas y son dóciles a los resultados de ellas. Una de sus maneras más ostentosas de manifestarse es a través de las protestas sociales. Las hay pacíficas, incluso con visos festivos y con ribetes casi carnavalescos. Pero hay otras que son violentas y culminan con saqueos a emprendimientos y con destrucción de bienes públicos. Estas últimas son expresión de un poder que no está sometido a ningún dispositivo normativo; es circunstancial, impulsivo, coloidal. Es el poder, por decirlo de alguna manera, en estado salvaje. No sólo es anómico y voraz, también se muerde su propia cola, se depreda a sí mismo, es autodestructivo. Esta faceta del poder social ha opacado —hasta casi invisibilizarlas— a otras caras del mismo en el último tiempo.
El poder político que es el encargado de disciplinarlo es incapaz de hacerlo. De hecho, actualmente, tal faceta del poder social carece de contrapesos. Ella es quien vulnera la integridad física y el honor de las personas y es quien usurpa sus enseres sin recibir sanción alguna. En el día a día los ciudadanos temen más a una funa que a una sentencia judicial; temen más a los asaltos a mano armada que a un allanamiento policial; tienen más temor a ser violentados por un paisano que por un uniformado; en definitiva, temen más al poder social que al poder político.
Una de las cosas que llama la atención de los chilenos es su ambivalencia frente al uso de la violencia por parte del poder social. Unos la celebran, otros la condenan. Para hacerlo no dudan de adjetivarla de legitima o ilegítima, respectivamente. ¿A partir de qué rasero se puede dirimir si es o no es legítima? Esta pregunta hoy no se puede responder. Y en ello radica, precisamente, la imposibilidad de avalar o de impugnar de manera enfática ya sea la violencia que ocupa la referida faceta del poder social, ya sea el uso de la fuerza pública por parte del poder político. El hecho de que no se pueda responder es un síntoma de cuán anómica es nuestra situación.
Obviamente que la pregunta se puede responder en términos teóricos; pero la respuesta teórica, sea cual fuere ella, carece de validez empírica general, debido a la existencia de mosaicos axiológicos. Los principios de legitimidad se definen históricamente y, por lo mismo, tienen una vigencia espacial y temporal acotada. Dicho de otro modo, no hay principios universales ni eternos. El asunto es que ahora nos encontramos en un interregno normativo, por consiguiente, por el momento no tenemos un principio de legitimidad que sea unánimemente aceptado.
La descripción del poder social aquí esbozada quizás pueda desconcertar, especialmente a quienes conciben a dicho poder únicamente como la emanación de un todo orgánico, es decir, de un conglomerado humano bien ordenado, con cierta armonía y con sentido de los límites al que algunos suelen llamar sociedad civil. Esa dimensión de tal poder existe y, además, es deseable y necesaria. Pero es sólo una de sus múltiples caras y concreciones. A ellos habría que recordarles que los enjambres también son un tipo de conglomerado humano y éstos, por ser tales, poseen una dinámica de relaciones de poder bastante diferentes y dejan al descubierto otra faceta del poder social.
Una de las principales características de los enjambres radica en el hecho de que son inorgánicos, abrasivos y anómicos. En ellos difícilmente pueden prosperar relaciones afables o distendidas, debido a que carecen de un consenso normativo que aliente la autocontención individual y que regule las interacciones entre las partes. Los límites, internos y externos, de las unidades que los componen son rebasados en ambas direcciones. No hay filtros, ni reglas de prudencia, ni respeto. Es el desborde. Por tal motivo en ellos reina el miedo, el recelo y la desconfianza; en definitiva, la sensación de inseguridad.
En los enjambres el poder lo ejerce una partícula en contra de otras partículas en una rebatiña autodestructiva. Por eso, en tales casos, algunas entidades del enjambre comienzan a clamar por un poder que se empine por sobre las partes y ponga fin a la mutua depredación. Me parece que en Chile ya se están comenzando a escuchar tenuemente esos gritos de auxilio.
En síntesis, el problema de la supremacía del poder social —en cualquier conglomerado con ribetes inorgánicos— es que deviene casi ipso facto en anomia y, a poco andar, quienes hasta la víspera clamaban por su supremacía ahora comienzan a vocear con una angustia creciente: «¡Por favor, sálvennos de nosotros mismos…!»