No quepa duda que, quizá, podría serlo. Tras un año de desgobierno, un 70% del electorado lo rechaza. Él hace caso omiso. No es su predisposición el seguir los lineamientos básicos de lo que Ortega llamaría “el régimen de la opinión pública”. Eso no lo hace un revolucionario. Por supuesto, sus “compañeros” lo aplauden y hasta le exigen que sea aún más profundo en sus movimientos, a veces, esquivos o erráticos, pero solo en el discurso. A pesar del triunfo del Rechazo del 5 de septiembre, la agenda revolucionaria sigue en curso. Los temores del PC son infundados. Más encima, no cabe mejor escenario: Chile Vamos, otrora conglomerado de “derecha”, se ha movido hacia la izquierda, y ahora, entre progresistas de izquierda como es Evópoli, y los socialistas cristianos de Renovación Nacional y de la Unión Demócrata Independiente, espera seguir los lineamientos revolucionarios, solo que con pretendida moderación. Son los girondinos que aspiran a tomar el sartén por el mango. A Gabriel no le preocupa quién la lleve a cabo. La revolución, con 4/7 como valla, se dará de todos modos. Más encima, un Estado social de derechos es más o menos el mismo fracasado Estado de Bienestar que Atria pretendió establecer por medio de la Convención o, en el peor de los casos, abre la puerta a más Estado y, por ende, va en la dirección deseada. Es un escenario feliz, aunque no para el pueblo. Y, a pesar de que suene oracular, esto ya lo hemos vivido en otros momentos. Ya hemos estado ad portas del colapso institucional. Lo estuvimos antes de que los supuestos “conservadores” instauraran el orden después de Lircay en el siglo XIX, y lo vimos antes del Régimen Militar en el siglo XX. Antes de esos tours de force por reconducir al país, siempre se presentó el desorden y el caos. Tanto el período de la anarquía constitucional (1823-1830) como el gobierno de Allende (1970-1973) han sido sindicados como los peores períodos de nuestra historia. ¿Es que acaso estamos, nuevamente, en un escenario similar? ¿Será este el peor en nuestros 500 años de historia?
Por de pronto, tenemos ciertas similitudes. El desorden general, la falta de autoridad, la crisis económica, la polarización social, la proliferación de partidos y organizaciones políticas, el mesianismo, todos son elementos que aparecen en estos mal habidos momentos.
Durante el siglo XIX, la abdicación forzada de O’Higgins trajo más de algún problema para la ordenación de los pareceres políticos. Élites sin mayores experiencias organizativas, pero con ansias de participación y protagonismo se debatieron, en medio de pugnas y acusaciones de fraudes electorales. Se pretendió que la Constitución de 1828, de mano de José Joaquín de Mora, organizara y diera pie a la paz; sin embargo, la confrontación no se hizo esperar, en medio de un escenario de deuda económica importante a raíz del empréstito con Gran Bretaña y la polarización social provocada, en especial, por la poca consideración que los revolucionarios habían tenido con el orden social previo, el “peso de la noche” al que se refiere el ministro Diego Portales en sus cartas. La confrontación civil estalló y el paso definitivo se dio en Lircay en 1829, batalla que permitió restaurar el orden “anterior al viaje”, como le llama el historiador del derecho, Javier Barrientos Grandón. La consiguiente Constitución de 1833, finalmente, permitió consolidar el orden como tal. Las reformas a posteriori de los liberales solo vinieron a reforzar la institucionalidad antes en peligro.
En el siglo XX vuelven a aparecer estas condiciones anómalas, especialmente a partir del advenimiento de las masas al poder. La institucionalidad la proclama una paupérrima Constitución de 1925, instaurada a la fuerza por sucesivas dictaduras de Arturo Alessandri padre e Ibáñez, la cual no permitió, en definitiva, ordenar la situación, sino que admitió a la izquierda antidemocrática en el poder -a pesar de los esfuerzos por parte de Gabriel González Videla de marginar a los comunistas- y que, por lo mismo, otorgó amplio margen al caos. Partidos y agrupaciones políticas por doquier llamando a la instalación de “nuevo orden”. Crisis económica que se arrastró durante todo el siglo, con una inflación siempre presente. Polarización social que estalla durante los tiempos de Frei Montalva, y que se exacerba con Allende. Solo cabía restaurar el orden, una vez más, y, aunque el historiador Alfredo Jocelyn-Holt piense que el gobierno militar también fue revolucionario y que, por lo mismo, no se reinstaura el orden social previo, sino que uno nuevo, de todos modos, el régimen militar tiene elementos del primero. En fin, el pronunciamiento militar, apoyado por diversos sectores de la sociedad civil y partidos políticos, permite mantener el statu quo, otra vez, aunque inaugura el mejor período de nuestra historia, al menos, materialmente hablando.
¿Estamos, entonces, en un escenario similar? Mark Twain dice que la historia no se repite, pero rima. Y siendo un país de poetas, la rima se entiende mejor, puesto que ciertos elementos vuelven a darse. La crisis económica, apoyada por un escenario internacional difícil, pero no preponderante, nos tiene decreciendo económicamente, como nunca en estos últimos 40 años de historia. La polarización política es evidente, y la proliferación de partidos y agrupaciones políticas, auspiciadas por la reforma electoral durante el segundo gobierno de Bachelet (2014-2018), tampoco ayuda. Las desavenencias sociales tampoco, explotando la delincuencia y la inmigración ilegal, abriendo paso a los resentimientos, el chovinismo y, asimismo, a nuevos tipos de crímenes, de corte internacional, así como a desajustes presupuestarios a raíz de la ayuda que se pretende dar a los extranjeros. Nunca habíamos estado tan separados, políticamente hablando, o quizá sí, solo que ahora es una nueva generación la que, por medio de funas y una supuesta “superioridad moral”, que no tienen, pero pretenden detentar, asienta la discordia. El orden institucional político ya no parece ejercer su función, la Constitución de 2005 ha sido pisoteada más de alguna vez, y se pretende la refundación del país. A pesar de que el Rechazo a la propuesta constitucional de la Convención ganó por amplio margen, la élite política ha hecho oídos sordos y pretenden instalar un proceso constitucional nuevo, al margen de las verdaderas preocupaciones del electorado.
¿Evidenciamos un período similar a los vividos antes de la instauración del orden constitucional de 1833 y de 1980? Sin duda alguna. Pero, ¿estamos en el peor de nuestra historia? Podríamos adelantar que, quizá, no sea, precisamente, el peor pues, a pesar de todo, hay elementos que, con todo, nos tienen aún a flote. Uno de estos elementos es precisamente la Constitución de 2005. La carta magna de 1828, de corte similar a la de Cádiz de 1812, no logró concitar el orden, sino que propiciaba lo contrario. La de 1925 también fomentaba el caos a raíz de la aparente “democratización” de los movimientos de izquierda, un factor totalmente desestabilizador. En cambio, la de 2005, fruto de un acuerdo plenamente democrático, concitaba el orden y es solo por la valla que representa en sí misma que Boric no ha dado en el traste con el país. Allende fue peor, porque la Constitución de 1925 se lo permitía. La de 2005 no se lo permite a su versión “ñuñoína”, progresista y deconstruida.
Y es que, y ahí podemos constatar otro elemento, la de 2005 es un reflejo pleno del orden social del país o, al menos, lo fue en mucho de su articulado. El Estado subsidiario al servicio de la persona humana; el libre mercado en su justa medida; el valor de la familia; la aspiración formal por la igualdad y la consagración de la libertad; el presidencialismo, todos son elementos que caracterizan a la configuración nacional previa. Quizá no en todos sus elementos, pero el orden político en nuestro país estuvo estable en la medida que intentaba reflejar el orden social. Y, justamente, cuando ambos órdenes se desconectan o ya no dialogan, es que se producen los quiebres. La Constitución de 1833 reflejaba ese orden previo que Portales, Bulnes, Bello, Egaña y Joaquín Prieto buscaron, en la medida de lo posible, hacer resurgir. Lo mismo se intentó, en cierto grado, por el Régimen Militar. El gobierno de Boric no es el peor de nuestra historia porque “el peso de la noche” y su reflejo constitucional –aunque cada día más tenue- no se lo permiten.
Por eso, me permito aseverar, es tan grave lo que Chile Vamos y todos sus partidos de “aguas tibias”, como señaló Jaime Guzmán sobre la UDI, pretenden. Cambiar la Constitución de 2005 por una de corte social cristiano con tintes progresistas es simplemente contrariar el orden social del país. Un traje que no será a la medida y que generará mayores ajustes en el futuro, a raíz de su nacimiento no deseado en un contexto más que violento.
En conclusión, no cabe duda de que existen elementos que nos pudieran llevar a pensar que estamos en un escenario similar a los desórdenes institucionales ya evidenciados en nuestro pasado. No es extraña esta situación. No obstante aquello, no es el peor escenario en el que nos hemos encontrado, pero solo porque pervive el vínculo entre el orden político y el social, aunque solo en parte. Los intentos de reorganización constitucional, protagonizados ahora por una supuesta derecha que ya ideológicamente no acusa residencia en ese paradero, solo devendrán en un debilitamiento cada vez más profundo de esa estabilidad y consonancia en los órdenes, abriendo una caja de pandora de consecuencias insospechadas.