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Distinguir para no confundir

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En las coyunturas en las que impera la crispación política, la rebatiña y las pachotadas ¿cómo distinguir el rugido de los leones del aullido de las hienas? ¿Se puede diferenciar todavía, en el runrún del debate público, a las declaraciones de las habladurías? ¿O ya no es posible en la era de la posverdad? Más concretamente aún, en tiempos políticos chillones ¿cómo distinguir las voces de los ecos? Los eslóganes no son las cosas; excepto para los que están apoltronados en ensoñaciones románticas o para quienes están sumidos en delirios coléricos. Las consignas ululantes, al igual que los «memes», son quimeras que tienen una apariencia seductora, pero insustancial; son algo así como sombras flamígeras ya sean de las cosas, ya sean de las ideas o bien de los conceptos. Son, en definitiva, alucinaciones, desvaríos, espejismos. ¿Quiénes campean hoy en la arena política: las sombras flamígeras o las ideas? Me parece que aquéllas. Si es así, nuestro tiempo sería de idolatrías, no de ideologías.

            No obstante, un estribillo bastante pegajoso nos recuerda —casi a diario— que la política está altamente ideologizada. El tintineo embelesa, pero no convence. Los tenores y el coro maltratan a la palabra ideología. Ella supone una visión global de la realidad sociopolítica y, pese a su inherente reduccionismo, establece distingos en su lectura sesgada de la realidad como, asimismo, etapas en los procesos y explicaciones más o menos enrevesadas. Las idolatrías, por el contrario, son toscas, simplistas y ramplonas. El ventrílocuo que manipula al ídolo espeta: «No son treinta pesos, son treinta años»; «no es sequía, es saqueo»; «el lenguaje crea realidad», etcétera, y los seguidores irreflexivos sacralizan la afirmación, la asumen como una verdad incontrovertible y la repiten devotamente.

            Las ideologías son sofisticados y capciosos artificios intelectuales. Como se recordará, ellas fueron duramente fustigadas en el último tercio del siglo veinte. Hoy, por contraste, nos damos cuenta de que junto a sus innumerables defectos tenían algunos beneficios. Concretamente, delineaban un mapa normativo que disciplinaba a las feligresías, contribuían a ordenar el debate público y proporcionaban un horizonte temporal que iba más allá de la mera inmediatez.

            Los discursos ideológicos traslucen dejos de razonamientos. Éstos se elaboran a partir de ciertas premisas —que no son otra cosa que sesgos axiomatizados— que dan pie a argumentos que se enhebran deductivamente. Esos razonamientos suelen ser correctos, pero rara vez verdaderos. La realidad siempre es más enrevesada y enigmática y, tarde o temprano, se burla de las ideologías. Con todo, lo que interesa destacar aquí es que poseen una innegable sofisticación intelectual. Pero en el último tiempo la actividad política tiene otra partitura.

            Los dimes y diretes que actualmente se espetan los políticos no califican para querellas ideológicas. En el mejor de los casos las andanadas verbales (que tienen por campo de batalla preferentemente a las redes sociales) son una versión degradada de las ideologías. O, tal vez, podrían ser balbuceos de ideologías que están en ciernes. El hecho concreto es que la chimuchina prevaleciente no es ideológica. Lo que tenemos en la actualidad es simplemente una erupción de pullazos. Pirotecnia verbal que puede ocasionar incendios políticos. Tras ella subyacen unos ídolos que son iracundos, toscos e intolerantes o, simplemente, son espasmos de pasiones torvas que no han sido destiladas.

            Actualmente la retórica política está poblada de ídolos tribales (la expresión es de un célebre empirista inglés del siglo XVI), no de ideas ni de ideales; menos aún de razonamientos relativamente sofisticados. Ellos dan pie a verborreas que sacralizan los caprichos y las odiosidades del momento; alientan inquinas y quimeras; izan banderas burdamente emocionales; convierten en imperativos absolutos a esperanzas que son propias de enamorados quinceañeros.

            Sólo por poner un ejemplo: se habla con mucha soltura de Estado plurinacional sin discutir siquiera qué es, conceptualmente, una nación; o bien se habla de sociedad multicultural sin distinguir la cultura de lo meramente folklórico. El hecho concreto es que comienzan a magnificarse y a sacralizarse las palabras sin saber siquiera qué significan.

            Cuando las luchas políticas suben de intensidad las palabras devienen en armas arrojadizas. Así, por ejemplo: cultura, territorio, cosmovisión, lengua, tradición, por mencionar sólo algunas, adquieren una connotación polémica. Ellas eran de uso frecuente en el discurso de las derechas de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Eran parte del arsenal semántico de los movimientos políticos conservadores y autoritarios en casi todo el mundo en el período de entreguerras. Ellas tonificaban —hasta hincharlas de petulancia y hacerlas piafar— a las identidades tradicionales, étnicas y nacionales. Identidades que eran combatidas acerbamente por el progresismo debido a que las consideraba como residuos de un tribalismo que se empecinaba en superar. Nada de qué extrañarse: la izquierda era internacionalista y la derecha proclive al nacionalismo hasta fines del siglo pasado.

            Como se sabe, la pasión identitaria llegó a su momento cúlmine en la época de los fascismos. Pero en el último tiempo tal pasión está afincada en algunos grupos de izquierda. Cualquier observador atento podrá constatar que es en ellos donde en los últimos años ha tenido su mayor floración. Motivo por el cual no resulta del todo impertinente preguntarse si un sector de la izquierda está adquiriendo tintes reaccionarios, pese a que se dice progresista.

            ¿Cómo explicar la reciente explosión de las pasiones identitarias? ¿Cómo explicar la irrupción en la escena pública de tantos ídolos rencorosos que son adorados por seguidores que exudan fanatismo? ¿Cómo explicar el surgimiento de los nuevos sectarismos? Al parecer tras la muerte de Dios está germinando un panteón politeísta. Pero tal panteón no se parece en casi nada al de la Antigüedad Clásica. Los dioses actuales son ídolos iracundos que husmean en el entorno, con el entrecejo fruncido, buscando enemigos (reales o imaginarios) que ameritan ser fulminados tras el esperado ajuste de cuentas. Son ídolos hipersensibles que se enrostran viejas afrentas y se recelan entre sí. Son divinidades hoscas que, paradojalmente, se reputan a sí mismas de pacíficas, pero que en los hechos actúan de manera violenta.

            El principal problema del actual panteón es que es incompatible con la actitud politeísta, porque las nuevas deidades tienen aspiraciones claramente monoteístas. Cada una de ellas tiende a excluir rabiosamente a las demás entidades sacralizadas. El panteón del nuevo politeísmo descree del pluralismo y recusa de la tolerancia. Incita majaderamente a odiosidades insólitas, las cuales tienen, por decirlo de manera metafórica, visos de hostilidades tribales. Es, paradojalmente, un politeísmo intolerante y, en tal sentido, nada tiene que ver con el viejo politeísmo.

            La nueva idolatría retoña sobre los escombros del cristianismo; sin embargo, no es del todo completamente ajeno a él. Los nuevos ídolos llevan en sus venas algunas gotas de su savia, pero de uno secularizado y desvirtuado. Probablemente, adoptaron de él la idea de víctima y la transmutaron en victimismo. Pero no sólo eso, además se trata de un victimismo rencoroso que se solaza en la condición de víctima y, precisamente debido a ello, obstruye la posibilidad de la resiliencia.

            Si las ideologías incorporaron a su índole tres características del cristianismo: el considerarse portadoras de una verdad incontrovertible, las pretensiones de exclusividad y el mesianismo; las idolatrías, por su parte, radicalizan esas características, pero en desmedro del componente de racionalidad (con o sin comillas) que tenían las ideologías. Así las idolatrías no verbalizan ideas; verbalizan sólo emociones y lo hacen de una manera vehemente, impulsiva y avasalladora. En esto último radica, precisamente, su potencial de animosidad, su capacidad para malquistar la convivencia sociopolítica y de reducir al absurdo cualquier posibilidad de diálogo.

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Licenciado en historia PUCV, magíster en ciencia política UCh y doctor en filosofía política UCh. Profesor universitario y autor de los libros «¿Qué es la política?», «El poder: adicción y dependencia», «Max Weber: la política y los políticos», «El concepto de realismo político» y «Páginas profanas».

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