En su momento, la temática filosófica se inclinó por la idea de que el ser humano estaría perdido. Heidegger espetaba que habíamos sido arrojados a la existencia. Ortega y Gasset aludiría a que somos náufragos que, mirando en derredor, nos asimos a cualquier cosa con tal de sobrevivir en esta vida que nos encontramos de sopetón. Y es cierto que estamos, las más de las veces, extraviados. Con todo, y tal como planteaba el filósofo español ya mencionado, tenemos la Historia. El tesoro de nuestros errores y aciertos en este confrontarse con “lo otro”, que no somos nosotros, nos otorga respuestas que podemos asimilar para enfrentar el porvenir. En ese sentido, me hallaba, en su momento, buscando, como ya es habitual, respuestas a cómo entender la crisis política en la que estamos inmersos y, analizando la historia de Chile, es como encontré, quizás, una pieza faltante a mis disquisiciones diarias. Por supuesto, puede sonar presuntuoso el querer compartirla con ustedes, pero es mejor, creo, contar con alguna idea compartida en este punto, que no poseer ninguna. Así, me incliné a pensar en lo que sigue.
En nuestro escudo, confeccionado allá por 1834 por el inglés Charles Wood, podemos notar que, además de toda la heráldica comprometida, se le incorporó, con el paso del tiempo, un lema. Este rezaba: “Por la razón o la fuerza” y, aunque no era originalmente idea del inglés, quedó grabada en el escudo y en nuestra psiquis histórica. En Chile, los asuntos se tratan o por la razón o por la fuerza y, me temería que, claramente, más en lo segundo que lo primero, puesto que esta nación, esta capitanía general, tal y como la describe Lastarria, nace de la guerra y a ella debe su ser. El conflicto, la pendencia y la violenta resolución parecen aseguradas cuando, además, entendemos lo que asevera el rancagüino a partir de una lectura atenta de las métricas de Alonso de Ercilla. Pareciera ser que en la esencia nacional se encuentra la incapacidad del diálogo razonado, esa de la que supuestamente hicieron gala, en algún momento, araucanos y españoles durante los parlamentos, pero, bajo la cual, solo subyace la disputa velada. Nótese cómo, en continuidad histórica, descartamos de plano esa conversación razonada, también, desde los albores de la República. La Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810 y el Congreso Nacional en 1811, fueron instancias para la razón. No obstante, aquello, ese mismo año José Miguel Carrera cierra el Parlamento y por la fuerza conduce los destinos del país. La salida al entuerto independentista se tuvo que hacer de manera violenta, como ya sabemos, y la organización de la República, del mismo modo. Las conversaciones entre liberales y conservadores, tras la renuncia de O´Higgins en 1823, terminaron en las manos y, tras Lircay, nuevamente presenciamos una instalación forzada. El período conservador será pletórico en tour de force, abriendo nuevamente el camino a más ejercicios de fuerza. El tránsito hacia el liberalismo se consolida en 1891, con otra muestra de fuerza descomunal descargada sobre José Manuel Balmaceda y su gobierno inconstitucional. Insisto, ¿dónde están las muestras de racionalidad, de diálogo en el transcurso de nuestra historia?
Entrados al siglo XX, el trazo no pierde su estilo: los cambios que promovía Arturo Alessandri no se pudieran haber dado sin la fuerza del Coronel, y la solución a los problemas que arrastraba desde temprano el Estado de Bienestar chileno y que llegó a su cenit con el Estado totalitario de Allende, se resuelven por la fuerza en 1973. La misma izquierda, en particular el Partido Socialista, tuvo clara la importancia de la fuerza cuando, en el Congreso de Chillán del año 1967, estableció que el “Estado Socialista” no se lograría sin ella. Lo mismo Miguel Henríquez y el MIR.
Tal vez las únicas instancias en que no hubo fuerza involucrada, al menos no de manera clara, fue cuando O´Higgins renuncia o cuando Pinochet entrega el poder. Con todo, la presión política tampoco puede ser tomada como diálogo racional, como una invitación razonable a dejar el poder. Fueron empujones. ¡Obligados dejaron la piocha en la mesa!
Hoy estamos poseídos por el buenismo. Varios sectores de la sociedad anhelan una vida en paz, inmersos en una democracia que tienda al encuentro racional, al diálogo, al consenso. Lamentablemente, el país no es así –y tampoco el ser humano, por cierto. Y lo acontecido el 18 de octubre no fue una manifestación gloriosa de un animus nacional tendiente al diálogo y a cambios razonados, sino violencia desatada. Es la quema del Metro lo que empujó al nefasto acuerdo del 15 de noviembre de 2019; fue la destrucción masiva de nuestros símbolos nacionales, de nuestras estatuas y edificios emblemáticos, y la sospecha de que, si no se “subían al carro”, quedarían fuera de la jugada, la que motivó a los políticos a entregarle la Constitución al agresor. Piñera y todos los partidos de gobierno de ese entonces, fueron obligados, no convencidos.
De este modo, parece que solo nos queda esperar el siguiente cambio forzoso en la dirección del navío, el consiguiente golpe de fuerza, que vuelva a girar la vela, puesto que, con claridad, refulgen las palabras que Unamuno manifestó a los fascistas en toda nuestra historia nacional: “Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho”. Lo primero, nos falta totalmente, como queda evidenciado, y lo segundo murió, muy a nuestro pesar, cuando nos dimos cuenta que Dios había fenecido.