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El problema del mito fundacional en Chile

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Puede no tenerse mucha noción del problema general de los mitos fundacionales, pero son más importantes de lo que uno cree. En el corazón de un país, nación o agrupación subyace este elemento que otorga sentido y razón a los vínculos que se construyen. Esos otros con los cuales se habita –nótese el sentido heideggeriano de la afirmación- están ahí, conmigo, en razón de los vínculos generados, un entramado relacional que demarca nuestro pasado, presente y, en especial diría Ortega y Gasset, nuestro futuro conjunto. Y mucho de lo que se ve en el horizonte futuro está construido desde nuestro pasado. Por lo mismo, qué funde nuestro piso, el mito que nos vincula, el sentido inconmovible de lo que nos precede, es diametralmente importante.

Desde el retorno a la democracia, allá por 1990, se ha querido refundar nuestro país bajo el solo alero de un mito -más bien leyenda- que no termina por cuajar, pero que responde a lo que significativamente tenemos como el hito de nuestra modernidad: el golpe de Estado de 1973. Y a pesar que esta leyenda ha sido adornada de tal manera que ya no responde de manera precisa a la realidad, la verdad sea dicha, sigue influenciando a tal punto que, me temo, muchos en el centro y en la derecha que han elegido el camino de la reforma constitucional, lo han establecido como fuente inequívoca de dicha decisión pro agenda de izquierda, bajo la supuesta comprensión que, en la medida que lavamos nuestras heridas de ese pasado trágico, podremos avanzar. En este breve ensayo lo que quiero plantear es que esa decisión es, a todas luces, equivocada, en la medida que no se construye bajo la leyenda correcta. Se desnudará que, lamentablemente, antes que dicha leyenda existe un mito, el cual es la base de nuestra identidad: el conflicto. Por ello, a pesar de los intentos, el diseño constitucional distará siempre de resolver la encrucijada mencionada.

Por de pronto, lo primero es reconocer el principal problema: no tener plena consciencia de nuestra fuente de sentido primordial. Ciegos, no hemos querido ver que cual sea este origen primigenio es sumamente relevante para determinar nuestro trayecto, y sobre lo que vamos a construir un futuro conjunto. El asunto desde siempre se ha planteado, cabe agregar, desde nuestras primeras expresiones artísticas y literarias, en tanto quienes somos, se relata, no se describe. Por lo tanto, ¿cuál podría ser esa primera expresión de nuestra personalidad conjunta? ¿Qué relato se ha erigido como trascendente para expresar de cuerpo entero nuestra identidad? Me temo que el centro y la derecha no dan cabida a que la primera manifestación, la más importante, sin duda alguna, es el poema épico “La Araucana”, del soldado español Alonso de Ercilla. En un principio era el verbo, dice la Biblia, y no puede ser sino este poema el que trasciende nuestro ser. No hay otro opúsculo antes que él. Vuelvo a repetir, la forma en cómo nos vemos, primero, se relata, luego se describe y antes que las sesudas descripciones que hizo Claudio Gay de nuestra naturaleza y de nuestra idiosincrasia, están los 37 cantos del español. Y el gran problema de este escrito, que revela las peripecias de los soldados españoles durante la Guerra de Arauco, es que describe, a su vez, una exigencia, anómala en su momento, de procurar una relación ética y condescendiente con los indígenas.

Por solo dar algunos ejemplos, Ercilla culpa a Valdivia por su propia muerte, a raíz de los abusos que el Capitán habría practicado con los naturales, le conmueve el sufrimiento indígena y, supuestamente, queriendo ensalzar las glorias y la legitimidad de la campaña española, de todos modos, se destaca en sus líneas la visión heroica que el poeta le reconoce a Caupolicán, Lautaro, Galvarino y Colocolo. Para la corona española, la descripción de Ercilla se sumó a la preocupación que los teólogos durante el Siglo de Oro demostraron por la condición de los indígenas. Sin ir más lejos, el mismo Francisco de Vitoria en “De indis” (1532), desde Salamanca, recomendaba al rey tomar en cuenta que los naturales eran hijos de Dios, igual que los españoles y que, por lo mismo, como prójimos, suponían un trato cristiano.

Más allá de las diversas interpretaciones que se pueden otorgar al texto, el poema describe, entonces, un conflicto, una conceptualización dialéctica de nuestro propio ser. Es decir, Ercilla nos complica, nos incomoda, puesto que tanto como plantea una demanda de trato ético con los araucanos, supone una justificación del dominio español. Ese no tomar una decisión, esa ambivalencia ante la historia, propia de la concepción ercillana, se trasluce en la identidad chilena: ¿Quiénes somos, españoles o araucanos? ¿De qué lado estamos? ¿Hay que elegir siquiera un lugar? En la base de quienes somos reside el conflicto, el problema de qué lado de la historia nos situamos. Ello no lo resuelve el ser una nación mestiza, en tanto dicho fenómeno es un producto de la interacción mutua entre “bandos” y no se ensalza como base de nuestra idiosincrasia, lamentablemente, sino como el producto de un abuso. Más tarde se querrá volver a manifestar otros hitos históricos como fundacionales, más siempre volveremos a la idea, casi hegeliana, de la dialéctica entre el amo y el esclavo. En definitiva, ¿de qué lado estamos? ¿De los amos o los esclavos?

Sobre otros hitos históricos que se han querido dar, por ejemplo, tenemos a nuestra primera novela, “Martín Rivas” (1862), la que también irá en la misma dirección. Teniendo en cuenta que es nuestro siglo XIX el que se plantea como fundacional del Estado y, confundidos, algunos asimilan la creación de dicha herramienta de control como, asimismo, el elemento esencial que generó nuestro ser chileno (v.gr. Mario Góngora), la descripción conflictiva social que elabora Alberto Blest Gana no deja de ser eco del conflicto general, sempiterno, que trasciende nuestro ser. Si bien el escritor quiere plasmar a Martín Rivas, el protagonista, como el héroe provincial cuyo porte moral le habilita para mediar en todos los conflictos que aparecen en la novela, el trasfondo representado por la familia Encina y los Molina es evidente. Los últimos buscan arribar a mejor condición, emparentándose a la fuerza con los Encina. La historia de amor entre Martín, el protegido pobre, pero con talento, de don Dámaso Encina y la hija de este, Leonor, pasa en muchos pasajes del texto a un segundo plano.

El tema aspiracional y el conflicto social entre ambas familias, de prosapias muy distintas, se toma muchas veces el protagonismo del libro. De nuevo, no sabemos qué posición tomar. La novela supone dificultades: ¿Estamos con la familia Molina, quienes buscan cualquier forma, incluso la trampa y la amenaza, para escalar socialmente? ¿Tienen acaso los Encina culpa en la suerte de la otra familia? ¿Es moralmente aceptable la neutralidad que muchas veces asume Martín para mediar en el conflicto? ¿Es que acaso siquiera es atendible el supuesto problema? Fácil es tomarse el papel de Martín como el correspondido y posar de guerrero social. Sin embargo, más trabajo supone entender que, nuevamente, el conflicto es inevitable.

Durante el siglo XX la historia no será distinta. El ejemplo más claro, nuevamente, reside en la literatura. Si bien no existe un solo ejemplo, podríamos tomarnos del “Canto General” (1950) de Pablo Neruda y volver a notar el conflicto sempiterno entre amos y esclavos. Neruda afronta el conflicto español-indígena, por ejemplo, y asume, con alta poesía: “Se lo llevaron todo y nos dejaron todo”. Por supuesto, el derrotero histórico nos lleva a la conclusión del conflicto, pero que solo se mantiene en sordinas.

El golpe de 1973 solo es un paréntesis al conflicto. Y ello lleva a que, bajo un espíritu de conciliación quizá loable, pero ingenuo, la derecha y el centro pretendan, abrazando las consignas de la izquierda, resolver todo rechazando la propuesta de la Convención Constitucional pero, con todo, abriendo la puerta a la reforma. Y la ciudadanía no parece contrariar. Más allá de rechazar la propuesta, se han abierto a un nuevo proceso o a transformar la Constitución bajo el lema de “Pero con esta no”. Sin embargo, es un error. En la medida que no se entienda que este país, como dijo José Victorino Lastarria, “nació en la guerra”, no se comprenderá que el espíritu de ingeniería social que pretende fundar una nueva eventual propuesta constitucional no resolverá nada.

En conclusión, y tal como dijo Axel Kaiser, la derecha sufre de anorexia cultural.

Lamentablemente, para nosotros, los que nos decimos de derecha, la postura oficial de la derecha y el centro solo traerá lo que ya deparamos con el simple uso del sentido común: el desastre.

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Filósofo y Profesor. Máster en Política y Gobierno. Autor del libro “Girar a la derecha. Lineamientos para una reacción del sector” (2021). Miembro de Revista Individuo.

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