En Chile recién estamos sintiendo los efectos de una política de inmigración inexistente. Tras el ingreso masivo de inmigrantes ilegales al país desde 2013[1], y la aparición cada vez más constante de extranjeros donde antes no los había, el chileno ha ido abrigando una sensación no solo de lleno, de atiborrado, sino de hastío e inseguridad. Antes, nos sorprendía que aparecieran extranjeros en lugares no habituales o escuchar otro acento en las calles; ahora nos sorprende encontrarnos con ellos, comenzamos a experimentar sensaciones de peligro y, por lo menos, tomamos más firme nuestras cosas, en señal de alerta. Es inevitable que hoy, más que nunca, esas sensaciones se hagan presentes, todavía más con el aumento de la delincuencia protagonizada por extranjeros. Por supuesto, a pesar de todo, algunos connacionales progresistas encuentran de lo más involucionado reaccionar de esta manera hacia los foráneos. Cómo es posible, espetan, que no podamos sentir empatía por la situación de los avenidos a nuestras tierras, que vienen escapando de condiciones paupérrimas que los obligaron a buscar mejores horizontes. Sin embargo, no comprenden estas mentes bien pensantes que no es solo habitual, sino un rasgo propio de nuestra condición, el reaccionar de esa manera.
En lo que sigue, quisiera hacer un viaje por ciertas nociones históricas sobre este problema de los “de aquí” y “los de allá”, tratando de hacer notar lo normal o regular que es esta sensación que acompaña a la convicción de que “los otros” no deben estar aquí, donde estoy yo y los míos. Ha habido esfuerzos loables, es cierto, por contrarrestar este impulso, mas fallan en lo más esencial: comprender la condición humana.
Lo primero que se debiese señalar es que esto viene desde antiguo. Desde la aparición de la agricultura y el paso del ser humano del nomadismo al sedentarismo, el individuo, parte de una comunidad que ha ido creciendo, se permite el “habitar” un lugar. Hasta ahora, y no antes de aprender a cultivar, el sujeto conforma agrupaciones numerosas, pero nunca a una escala que pudiese detener el necesario marchar en búsqueda de la alimentación necesaria para la sobrevivencia. Con todo, y gracias a que podemos procurar nuestra comida, durante el neolítico ya podemos marcar los tiempos de las estaciones, ponemos atención a los astros, nos detenemos a reflexionar, y conformamos lazos con los demás, líneas de relación que también se ajustan al lugar en que me asiento con aquellos que “convivo”. Importante esta última noción: convivir es reconocer la existencia de un proyecto de vida en conjunto con “otros”, pero que no me son ajenos, precisamente por ese “proyectarse” juntos hacia el futuro, diría Ortega y Gasset. De ahí que, entonces, vivo junto a otros y “habitamos” en un lugar determinado. Habitar, nos diría Heidegger, es simbolizar, otorgar sentido al lugar, al espacio físico en el cual “estoy siendo”. Y la aparición del lenguaje asegura este proceso mágico. A través de él, sea como este se exprese, me permito vincularme con “lo otro”. En la medida que puedo nombrarlo, lo conozco, lo hago mío, lo manejamos, cuando el significado es compartido con otros, y reducimos la incertidumbre que significa el vivir. Por eso, parafraseando a Wittgenstein, podemos señalar que de aquello que desconozco no puedo hablar, pues es lo eternamente ignoto, lo arcano[2], pero lo conocido, lo es, precisamente, a contrario sensu, porque lo manejo por vía del lenguaje. Así, lo básico de nuestra existencia se mueve a través de significados compartidos, que simbolizan el lugar que habito, generan el entramado simbólico del mundo que comparto con los demás, con los cuales convivo y cuyas voluntades, en la medida de lo posible, se hacen una en la comunidad o confluyen a la conformación de un destino común o una proyección compartida hacia el futuro y, qué duda cabe, aquellos “otros” que no son parte de este mundo mío, son un peligro para el mismo. Las primeras guerras y conflictos no son meramente por los recursos. Evidentemente, gran parte de ellas se traducen en la disyuntiva por el acceso a los bienes que las comunidades necesitaban para sobrevivir, pero también se puede entender como el necesario conflicto por lo que entendemos como “nuestro”, de manera privativa, frente a “otros” grupos que quieren hacerse con ello.
Pronto, en todo caso, aparecieron las primeras críticas a estas nociones vinculantes comunitarias que provocaban la discriminación hacia “los otros”. En Grecia, por ejemplo, existía un conflicto velado al respecto. Mientras los griegos, con Hecateo de Mileto en el siglo V a.C., se cartografiaban a sí mismos en el centro del mundo conocido –punto central de una circunferencia perfecta pues, el círculo, era la forma ideal, sin principio ni final, al igual que la marcha cíclica del tiempo-, Demócrito de Abdera, durante los siglos IV y V, denostará esa visión que convertía al griego en pueblo civilizado y al resto en bárbaros, indicando que la igualdad es noble en todas partes. La sabiduría, no es propia, solamente, de los habitantes del Peloponeso, sino que existe sabiduría en derredor, y el sabio pertenece a todos los países, pues el hogar o casa del hombre sabio es el mundo entero. A pesar del debate, primaba la noción de superioridad griega, la que incluso consideraba, como castigo a los declarados “indeseables”, vía ostracismo, el destierro, o que entendía al meteco, extranjero que vivía en la polis, como de menor valía, sin los derechos propios de la ciudadanía, aunque obligado a las mismas cargas públicas que los demás.
Asunto parecido se suscita en Roma. Tras el odio original hacia lo extranjero por la tiranía etrusca defenestrada, las constantes guerras de la expansión romana trajeron consigo el contacto obligado con esos “otros”. Los soldados romanos sufren el constante ir y venir de las campañas, dejando sin resguardar sus tierras, y se teme la intromisión excesiva de extranjeros que debilita, asimismo, los negocios locales. Entre muchas de las demandas del pueblo, que provocaron la marcha de Julio César desde las Galias, estaba el resolver esta situación que al Senado no interesaba, en la misma medida que los extranjeros pagaban sus impuestos y estaban excluidos de los derechos propios de un ciudadano romano. La marcha de la historia terminó por cimentar el acceso universal a la ciudadanía romana, esta vez incuestionable por el edicto que promulgó Marco Antonino Caracalla (188-217), ya entrada la época del Imperio, en búsqueda de una mayor estabilidad política con las fuerzas extranjeras avecindadas en territorio romano y en sus fronteras.
Si avanzamos en la historia, veremos que el encuentro con el indígena y el orden indiano trajo mayores lecciones sobre esta ambigüedad tan propia del ser humano al respecto. Las primeras descripciones de Colón sobre los aborígenes destacaban la ingenuidad, pobreza y lo execrable de esos “otros”. Las sucesivas experiencias con los naturales también denostaban su condición y llamó la atención de algunos miembros de la Iglesia Católica quienes, preocupados, elaborarían las primeras críticas hacia las acciones de España en el nuevo continente. Francisco de Vitoria, monje dominico y profesor en la Universidad de Salamanca, recomendaba a Carlos V repensar el trato hacia los indígenas. Entendía, el profesor, los naturales eran hijos de Dios, en igualdad de condiciones que los señores, príncipes y reyes de Europa. De ahí, el Papa no tenía poder alguno para dividir el mundo a favor de esta u otra autoridad y carecía de los títulos, tanto él como el rey, para tomar las tierras de los naturales. Lo más que podían hacer era evangelizar a esos “otros”, y comerciar con ellos, pero no quitarles sus propiedades ni hacerles la guerra. Incluso, de ser el caso, tenían la obligación del hospedaje, por derecho natural, de recibir y ser recibidos como correspondía a todo cristiano. Con todo, será otra la lógica que se asentará en América, estableciéndose diferencias notables con los indígenas, así como con los mestizos, esa clase social que resultará de la mezcla racial con los naturales, así como con los mismos hijos de españoles nacidos en territorio americano, los criollos, quienes desarrollarán, como todos saben, un sentimiento de identidad americana, precisamente por ese trato desigual, prácticamente de extranjeros, como “otros”, indeseables, en su propia clase social.
Son estas situaciones las que llevarán al mismo Vitoria, y a otros, a postular el derecho de gentes, fuente del Derecho Internacional, intento de erigir un conjunto de reglas que buscaran mejorar las relaciones entre los pueblos, entre los de “aquí” y los de “allí”. Proveniente del mismo derecho natural, se entiende que, entre las naciones –aquellas agrupaciones que, compartiendo una historia y un territorio común, se asientan en él con ánimo de dominio y se visualizan, en conjunto hacia el futuro-, también existirían reglas que cumplir en el trato debido. Al igual que el ius gentium romano, derecho del cual participaba tanto el romano como el peregrini, el salamanquino propone, derivado de la racionalidad y tradiciones humanas, así como de la providencia divina, un conjunto de normas que se entienden comprendidas de todo ser humano que ocupe su razón, para relacionarnos de manera cordial y civilizada entre los “nosotros” y los “otros”. En este intento, del cual también participará el holandés Hugo Grocio, subyace la noción básica de la igualdad de los hijos de Dios quienes, siendo parte de la misma esencialidad divina, deben respetarse, bajo la égida del amor al prójimo ante cualquier crítica que exija un realismo crudo en las relaciones internacionales. Un paso más allá daría Immanuel Kant, alemán que promoverá la igualdad de todas las naciones, entre cuyos objetivos deberían estar el convivir en paz y armonía. Creyó posible, entonces, crear un orden internacional capaz de promover el bienestar y felicidad de los pueblos, en la medida que reglas racionales se apoderaran de las mentes de los líderes de cada país. La paz perpetua era, supuestamente, asequible entre los de “acá” y los de “allá”.
A pesar de estos ejemplos, podemos notar que la sensación de que algo o, en este caso, “alguien” no calza en este ambiente mundanal que reconozco como de mi propiedad o en atención a mi persona, es más habitual de lo que parece. Los griegos y romanos conformaron su mundo en atención a su figuración de sí mismos como superiores a los demás. Los metecos y los bárbaros germánicos eran esos “otros” que no se adecuaban en el paisaje griego y romano, respectivamente, provocando más de algún problema. Y pareciera ser que las tempranas críticas a esta forma de ser no cuajaron nunca, hasta la Edad Moderna en que, basándose en dichas reflexiones, se fueron elaborando en el ambiente medieval decimonónico y moderno, intentos por establecer la paz en el mundo, aunque, me temo, infructuosos, a raíz del desconocimiento que estos pensadores tenían respecto de la condición humana y sus reales consecuencias.
He aquí el asunto. El mismo Kant plantearía, sorprendentemente, nuestra “sociable insociabilidad”, aludiendo a que, a pesar de los intentos por unirnos, siempre existirán, a su vez, impulsos suficientes para la desunión. Otro filósofo alemán, mucho más ameno, Arthur Schopenhauer, retratará este fenómeno a partir de la metáfora de los puercoespines: nos acercamos los unos a los otros, pero no puede ser demasiado, no vaya a ser que nos hagamos daño. Y esta idea, quiérase o no, puede escalarse a niveles locales, sociales y nacionales. Aventuro que, si indagamos más allá, podremos ver que la razón de la desavenencia social que limita las opciones de encuentro entre los pueblos, vendría siendo el inevitable egoísmo humano. Sin desconocer la capacidad de lo contrario, Voltaire diría que somos más egoístas que compasivos. No obstante, lo lucido del comentario volteriano, no prevemos las reales consecuencias de este hecho. La modernidad no profundizó demasiado en lo que ese egoísmo implicaba, ni lo desarrolló del todo. Pretendió, era meramente un vicio pernicioso, pero sin llegar a entenderlo en verdad. En lo siguiente, pretendo explicarlo.
La palabra egoísmo no refiere, realmente, a una degradación de la capacidad supuestamente natural del hombre de ser compasivo. Los hombres no se mueven, en realidad, bajo los lineamientos de la bondad natural, como quisiera Rousseau. La verdad sea dicha, el egoísmo es una dinámica propia del individuo que se mueve en un mundo pletórico de significados que él mismo va generando o con los cuales se halla. Les pido imaginemos a este individuo, del que ya hemos hablado, naciendo dentro de un mundo que no comprende, pero lleno de señales. Luego, este va comprendiendo qué significan por medio del lenguaje adquirido de sus contemporáneos, los va comprendiendo, haciendo suyos. Así va en marcha, en un proceso que le otorga sentido a las cosas con las cuales se encuentra, así como también a esos “otros” quienes, en principio, si forman parte de la misma comunidad, comparten esos significados básicos y también están inmersos en ese proceso de significación y resignificación. En este proceder, me temo, los sujetos no pueden, sino, aludir a sí mismos, a cómo comprenden ellos el encuentro con esas “cosas” o con aquellos “otros”. Ortega y Gasset aludirá a esto, entendiendo que este individuo deja que su voluntad se haga con el mundo, tome posesión del mismo, atrapando estos pragmatas o elementos que aparecen por medio del lenguaje y sometiéndolos a sí. El encuentro con “los otros” implica un desafío, pues estos tienen una voluntad distinta a la mía, no me obedecen de manera inmediata, se resisten. De ahí que el compartir con ellos un mundo de significados me permite la convivencia con esas voluntades, las que, saludándome, se ofrecen a compartir objetivos comunes. El saludo, medita Ortega, por lo mismo, es un símbolo, un producto del lenguaje, compartido por aquellos que conviven y crean una sociedad. Pero esa sociedad, esa agrupación, también tiene un sentido en referencia a mi persona: es mi comunidad, mi sociedad, mi nación. No hay modo de escapar a esta cuestión: nada escapa a mí, como sujeto significante. Somos eminentemente egoístas, porque no tengo otro modo de desenvolverme en el mundo en el que habito y comparto con otros, que haciendo referencia a mí mismo. Si tomo en cuenta los lineamientos “de otros” es porque así lo decido yo. Existiría, diría el mismo filósofo español, un fondo insobornable, queramos o no, en el cual es necesario que “lo demás” se haga presente, so pena de no existir del todo. Incluso, referirá, Dios encuentra necesario hacerlo así, por ejemplo, cuando se presenta ante Moisés como zarza ardiente: entiende que no existiría otro modo que presentarse ante la vida de uno.
Ahora, lo que parece no entienden estos pensadores y filósofos progresistas de los que comentábamos al principio, tan alineados con el pensamiento de la izquierda actual, es precisamente que esto también se hace carne a nivel social. En conjunto con otros resignifico nuestra vida, somos nosotros y no ellos, abrazamos objetivos comunes, compartimos un hogar. Roger Scruton lo refiere muy bien al momento de analizar la postura conservadora. El filósofo inglés argumentaría que dicha posición política se caracteriza, principalmente, por relevar la importancia de la noción griega oikos, es decir, el hogar. Por ello, el mismo Scruton dirá que ser conservador es levantar la bandera de lo local, lo que nos refiere, nos identifica como un todo “nosotros”, frente a posturas socialistas y liberales más inclinadas hacia lo global[3]. Por supuesto, este pensador entiende que la postura localista es natural y no se equivoca: no existiría otro modo de plantearse, de posicionarse. Si bien podemos llegar a comprender, como Vitoria, que “los otros” son seres humanos y que más conviene enseñarles y ser enseñados, en mutuo diálogo cultural, o comerciar con ellos, la verdad es que, cuando esos “otros” irrumpen en nuestra existencia, desechando o transgrediendo el cuerpo cultural de significados que me conforman y con los cuales cuento para hacer mi vida en conjunto con aquellos que convivo, entonces el conflicto está vivo. El mismo monje dominico, a pesar de creer en las posibilidades de seguir reglas internacionales comunes que ayuden a convivir a todos los pueblos, reconoce que, al momento que esos “otros” hagan efectivo daño a la sociedad, pueden ser castigados o, incluso, expulsados. Esta visión, más moderada, dista de las intenciones ingenuas de un Kant que cree posible una paz perpetua o de un Jürgen Habermas que cree posible superar los Estados y crear un orden meta estatal. El ejemplo del dominico estaría más en la línea de un Henry Kissinger que prefiere recomendar un orden westfaliano, de estabilidad internacional ajustado a la equivalencia de fuerzas, más que a la hegemonía de un país que se traduzca en conformar al mundo a sus postulados de fronteras abiertas, sea esto bueno o no. Este último orden, si se puede llamar así, estaría cimentado en el reconocimiento de la existencia de “los otros”, pero jamás aceptando que un país se entrometa con la soberanía de otra entidad internacional, modificando sus reglas o sus costumbres. Lo mismo ocurre con los extranjeros: en la medida que ellos llegan legalmente, aceptando los trabajos locales, sin esperar modificar o transgredir las reglas, o asentarse sobre las tradiciones o costumbres del lugar, es decir, manteniendo un equilibrio cultural, si se quiere, entonces no hacen daño alguno y la reacción natural que defiende “lo interno”, el oikos griego, el “nosotros”, no aflora. Sin embargo, cuando la situación no es aquella, sino otra, en que el orden internacional, deliberadamente, administrado por esos “ciudadanos del mundo”, que no pertenecen ni “aquí” ni “allí”, se plantea con el ánimo de refundar los países, saltarse la soberanía de estos –elemento que es la expresión más viva de organización que un conjunto de sujetos, que se reconocen como un “nosotros”, puede darse- para permitir el paso de esos “otros” a ese mundo que compartimos entre nos, para que estos, sin ninguna intención de inmiscuirse en él, sino de aprovecharse de ciertas condiciones ventajosas que ofrece, sin respeto ni cuidado por ese entramado de significados que nos da vida, puedan asentarse, entonces es inevitable que la intromisión se vea como una afrenta, un acto vandálico, un insulto.
En conclusión, es válido que el chileno se sienta así cuando ve a un extranjero. La intromisión ha sido demasiada y su escalada, insospechada. No somos distintos a otros en la historia de la humanidad. Tal como el griego, el romano, como los españoles e indígenas, sentimos el peso que esos “otros” pueden significar para ese entramado de relaciones que llamamos sociedad, nuestra comunidad, nuestro hogar. Hemos de entender que las naciones, las agrupaciones sociales, hasta las localidades o ciudades, se erigen bajo un imaginario de significados compartidos y se construyeron precisamente así por la distancia que cobijaban una de otra. El comercio internacional rompe con esas lejanías, qué duda cabe, pero la rapidez con que lo pretende hacer la política trasnacional, nos deja perplejos y, a veces, sin armas para enfrentar estos encuentros ya demasiado rutinarios. El “aquí” siempre fue más importante que el “allí”, el “nosotros” está impregnado en nuestro ser, pues de él dependía nuestra existencia. Ahora, que unos burócratas sin raíces nos piden abrir la puerta de la casa para recibir a aquellos que no cuidan nada de eso que llamamos hogar, ni a los miembros que la conforman, o sus símbolos, no podemos sino reaccionar, naturalmente, recelosos. Yo diría que no se puede pedir más.
[1] Se entiende como un hito de esta situación migratoria la oleada migratoria proveniente de Haití, la cual tuvo un aumento de 731% solo desde 2013 a 2016. Por supuesto, no es que no hubiera extranjeros avecindados en Chile desde antes. Sin embargo, hace tiempo no venían extranjeros que no manejaran el castellano, generando más de algún inconveniente en el trato con ellos. Véase bit.ly/3Mikpig
[2] Lo cual no quiere decir, por cierto, que no sea importante y que no deba intentar nombrarlo o significarlo de algún modo. Dios, por ejemplo, sería lo arcano por antonomasia.
[3] Por supuesto, esas nociones despiertan el resquemor de quien reconoce en el liberalismo clásico ánimos menos hegemónicos que aquello espetado por Napoleón en la Historia Universal y que despertaron, sin duda alguna, reacciones nacionalistas justificadas en toda Europa. El liberalismo clásico no es eminentemente francés y, por lo mismo, no compartiría ese pecado de intolerancia.